Olas de calor. Inundaciones, avalanchas, lluvias torrenciales y sequías: durante los últimos años, los efectos y consecuencias del cambio climático se hicieron más patentes que nunca. Inundaciones en Brasil, olas de calor extremo en la India, hambruna en África Oriental. Al mismo tiempo, Europa y el norte de África sufren una sequía histórica, los ríos se secan y muchos países declararon el estado de emergencia. Actuar se vuelve una cuestión urgente.
La crisis climática afecta tanto a los países del norte como a los del sur. ¿Cómo estamos experimentando estos cambios y cómo nos estamos adaptando? ¿Qué soluciones existen y qué medidas sensatas hay que tomar para combatir el cambio climático? Con “Bitácora de la crisis climática” queremos documentar en cuatro artículos la crisis climática y sus consecuencias en Brasil, Argentina y Alemania y dar voz a las personas que se ven afectadas personalmente por estas consecuencias.
“Bitácora de la crisis climática” es una colaboración exclusiva entre el Goethe-Institut Buenos Aires y el Argentinisches Tageblatt para analizar nuestro presente, mirando el mañana. En esta entrega: Porto Alegre, Brasil.
Por Marcio Pimenta
Porto Alegre, Brasil – Entre 2018 y 2020 recorrí casi toda América del Sur, capturando en imágenes las transformaciones en los paisajes mientras buscaba comprender mejor las cuestiones relacionadas con nuestra búsqueda de agua, energía y alimentos, y cómo esto se relaciona con uno de los cambios más importantes de la historia moderna: el cambio climático. Navegué por los ríos de la Amazonía (Perú y Brasil), subí la Sierra Nevada de Santa Marta (Colombia), atravesé el desierto de Atacama y muchos otros biomas. El resultado de este trabajo está en mi libro “El Hombre y la Tierra”. Pero, el 3 de mayo de 2024, el cambio climático visitó nuestro hogar.
Había llevado a mi esposa a pasar unos días de descanso en las montañas cercanas a nuestra ciudad para celebrar su cumpleaños. Las fuertes lluvias nos dejaron atrapados dentro del hotel. Seguíamos por radio y televisión el inicio de la inundación, que comenzó en la región del Valle del Taquari, aún distante de nosotros. Una región que ya había sufrido dos inundaciones recientes en menos de nueve meses. Mejor volvamos a casa, pensamos. Bajamos la montaña en nuestro Jeep 4×4 mientras las noticias que recibíamos anunciaban que la situación se agravaba. La ciudad de Porto Alegre, nuestra ciudad, estaba siendo completamente cerrada. Nadie entraba ni salía, excepto las gigantescas masas de agua.
Durante las expediciones para el libro “El Hombre y la Tierra“, conocí a muchas víctimas del cambio climático y noté un patrón intrigante: la mayoría de ellas, sin excepción, parecía incapaz de aceptar que la realidad finalmente las había alcanzado. Para ellas, las adversidades siempre eran una amenaza distante, algo reservado para un futuro lejano. No hoy. No ahora. Creen, basadas solo en la fe, o en algo parecido, que es mejor mantener la esperanza de que, en cualquier momento, la situación se resolverá por sí sola. Pero la realidad se impone y continúa avanzando, hasta que, en un momento de claridad, estas personas se dan cuenta de que ya no pueden escapar. Se encuentran entonces prisioneras en sus propias narrativas, atrapadas por las circunstancias que las rodean.
Aprender a convivir con la naturaleza
Fuimos de los últimos en lograr entrar en la ciudad y las aguas del Guaíba ocupaban gran parte de ella. Había disputas por suministros esenciales en los supermercados, infinidad de personas abandonando sus casas y negocios, helicópteros y barcos yendo de un lado a otro. No había electricidad en muchas regiones y el abastecimiento de agua era escaso. Sin embargo, en medio de esta escena desafiante, corrientes de solidaridad fluían en cada calle. Un amigo, que vive en una región más alta, nos acogió en su casa. Las aguas llegaron a 500 metros de nuestra vivienda. Nos quedamos sin luz y se racionó el agua potable. Considerando que muchos lo perdieron todo, incluso vidas, apenas nos vimos afectados.
Mucho se discute aquí si el Guaíba es un río o un lago. Sea lo que sea, sus aguas son extrañas para los habitantes de la ciudad. Forman parte del paisaje, sirven para navegación y abastecimiento, pero están subutilizadas, casi desconocidas. Desde una inundación que ocurrió en 1941, se levantó un muro y la ciudad le dio la espalda al Guaíba.
La población de Río Grande do Sul necesitará reaprender a convivir con las aguas que viven al lado. La inundación que devastó Porto Alegre y gran parte de este estado en el sur de Brasil fue un duro golpe, pero también un llamado a la acción. Necesitaremos integrarnos y adaptarnos al espacio ambiental e implementar prácticas de construcción integradas, resilientes y sostenibles. Que esta tragedia sea el catalizador para una nueva era de planificación urbana, donde la naturaleza no sea vista como una adversaria, sino como una aliada esencial.
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