Austria se presenta como una república ordenada, moderna y orgullosa de su tradición institucional. Sin embargo, detrás de esa imagen convive un sistema de ciudadanía que deja afuera a una porción enorme de su población estable. La historia de Olga Kosanović, artista vienesa de origen serbio, expone ese funcionamiento desde adentro. Su documental, Noch lange keine Lipizzaner, desarma un mecanismo que define quién pertenece y quién queda afuera, incluso si nació y vivió siempre en el país.
Kosanović tiene 30 años. Nació en Austria, estudió allí, trabajó en instituciones culturales centrales y formó su vida en Viena. Aun así, no es austríaca. La ley determina que la nacionalidad de sus padres define su ciudadanía, por lo que recibió automáticamente la serbia. Intentó naturalizarse en 2020. Su solicitud fue rechazada por un cálculo burocrático: según las autoridades, durante los 15 años previos pasó 58 días de más fuera del país, sumando vacaciones, visitas familiares y estadías académicas. Esa precisión extrema derivó en una negativa que reveló la dureza del sistema austríaco.

El episodio fue tan llamativo que se viralizó tras un debate televisivo. El comentario discriminatorio de un lector de diario —utilizado luego como título del filme— sirvió para transformar un agravio en una obra crítica. Desde entonces, Kosanović narra su camino hacia un derecho que muchos dan por sentado: la ciudadanía del lugar donde uno vive.
Una ley restrictiva y un país con millones sin derecho a votar
Austria posee una de las legislaciones de ciudadanía más estrictas de Europa. Para votar, se necesita nacionalidad. Sin excepciones amplias. Ese requisito impacta con fuerza en Viena, una ciudad con dos millones de habitantes. Allí, el 35% de la población no tiene derecho al sufragio, aun cuando la mitad reside en la ciudad desde hace más de diez años. El Ayuntamiento reconoce un “déficit de democracia”. La vida cívica depende de un documento que no todos pueden obtener.
La normativa coloca condiciones económicas difíciles de cumplir. El politólogo Gerd Valchars, de la Universidad de Viena, explica que el ingreso mínimo exigido deja afuera a más del 30% de los trabajadores austríacos y a más del 60% de las trabajadoras. Ese dato también expone una brecha de género profunda. Naturalizarse implica demostrar estabilidad económica, residencia prolongada y cumplimiento riguroso de estándares administrativos.
A esto se suman los costos directos del proceso. Las tasas y traducciones juradas pueden superar EUR 3.000. Para una familia, ese monto se multiplica. Kosanović afirma que cada trámite tiene un valor distinto según la cantidad de documentos exigidos. “No todo el mundo puede pagar para ser austríaco”, resume en el filme.

El documental incluye escenas ficcionalizadas de una familia que discute quién debe naturalizarse primero, como si se tratara de una inversión estratégica. También recrea un concurso irónico donde las personas “juegan” la lotería de la ciudadanía de nacimiento. La comparación funciona como crítica directa: el país en el que uno nace determina derechos básicos tan importantes como el acceso al agua potable, a la educación pública o a un sistema de salud robusto.
Una directora que sigue en el limbo y un sistema que no cede
Kosanović continúa su proceso. Las autoridades ya le confirmaron que podrá obtener la ciudadanía austríaca. Antes debe cumplir un paso obligatorio: renunciar a la nacionalidad serbia dentro de un plazo de dos años. Ese requisito tiene una dimensión emocional, además de administrativa. Implica cortar un lazo simbólico con su familia. Una vez que concrete esa renuncia, vivirá un periodo como apátrida. Ese intervalo la deja en una situación vulnerada: incluso una multa de tránsito podría complicar la decisión final.
Su obra previa ya mostraba este interés por la identidad y la burocracia. En 2021 dirigió Camarada Tito, yo heredo, un retrato documental que explora su doble pertenencia serbia y austríaca. En 2023 estrenó Tierra de montañas, donde un padre soltero intenta obtener un permiso de residencia. En ese trabajo, la administración exige EUR 8.400, una cifra que el protagonista no puede afrontar. El guion plantea un dilema extremo: podría obtener la misma suma de una póliza privada si se amputa una falange. El absurdo burocrático aparece como marca recurrente de su cine.

Noch lange keine Lipizzaner profundiza esta línea y llegó a salas de Austria y Alemania. Superó los 25.000 espectadores, un número extraordinario para un documental de autor. La película alterna humor ácido, crítica social y una mirada íntima sobre la exclusión legal en un país que se percibe a sí mismo como próspero y ordenado.
El mito de lo austríaco y la paradoja del origen
El filme avanza sobre una pregunta central: ¿qué significa ser austríaco? Uno de los entrevistados, el escritor Robert Menasse, afirma que una nación es una comunidad imaginada. Una ficción. Sostiene que tener una patria es un derecho humano, pero pertenecer a una nación no lo es. La película recoge esa idea para mostrar que la identidad nacional es un relato en disputa.
Kosanović cuestiona el símbolo de los lipizzanos como emblema de pureza austríaca. El mito se desarma rápidamente. La Escuela Española de Equitación en Viena fue idea de un gobernante nacido en Alcalá de Henares, Fernando I de Habsburgo. Y el lipizzano, ese caballo blanco que se asocia a la esencia austríaca, proviene de Lipica, en la actual Eslovenia. Su linaje combina razas andaluzas, napolitanas y árabes. Nada en su origen responde a una pureza identitaria. El símbolo por excelencia del país termina siendo una mezcla.
El documental utiliza ese contraste para exponer una paradoja: Austria celebra un patrimonio cultural construido por migrantes, mientras restringe con fuerza la ciudadanía de quienes nacieron y crecieron en su territorio sin la nacionalidad correcta.



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