viernes, 1 de agosto de 2025

Buenos Aires (AT) – Suiza funciona como un reloj. Pero si alguien pregunta cuál es su capital, la respuesta no es tan clara. Muchos señalan a la ciudad de Berna, donde sesiona el Parlamento y reside el gobierno federal. Sin embargo, desde el punto de vista legal, el país no tiene capital.

Esta ambigüedad no es un descuido ni una excepción administrativa. Es una decisión deliberada, sostenida durante más de 170 años, y que dice mucho sobre el modelo político suizo. La historia detrás de esta particularidad ofrece una mirada al pragmatismo y la vocación federalista de un país con 26 cantones, cuatro idiomas oficiales y una democracia que figura entre las más sólidas del planeta.

Una historia de consensos, no de imposiciones

La Confederación Suiza nació en 1291 como una alianza flexible entre cantones independientes. Durante siglos, estos territorios mantuvieron soberanía plena, y las decisiones conjuntas se tomaban a través de la Tagsatzung, una asamblea itinerante que se reunía en distintas ciudades según las circunstancias. No existía ni Parlamento central ni capital permanente.

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Berna al atardecer, discreta, eficiente y funcional: la ciudad donde funciona el Estado suizo.

En 1798, Napoleón Bonaparte invadió Suiza. El antiguo orden fue reemplazado por la República Helvética, un estado centralizado inspirado en el modelo francés. Durante ese breve experimento, las ciudades de Aarau, Lucerna y Berna actuaron sucesivamente como capital. Ninguna logró consenso.

Tras la caída del sistema napoleónico, se reinstauró la confederación de cantones. Entre 1815 y 1848, la sede del gobierno rotaba cada dos años entre Zúrich, Lucerna y Berna. Pero el resultado fue desorden, gasto y conflicto. Los suizos buscaron una solución más eficiente, que no despertara celos ni tensiones entre las regiones.

En 1848, luego de la guerra civil conocida como Sonderbund, se redactó una nueva Constitución y se adoptó un sistema federal. Para evitar enfrentamientos, se optó por un compromiso: Berna alojaría al gobierno, al Parlamento y a la administración pública nacional, sin ser declarada formalmente como capital.

Berna concentra el poder, pero sin título

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El Palacio Federal, sede del gobierno y el Parlamento suizo, ubicado en pleno centro de Berna.

Desde entonces, Berna cumple todas las funciones de una capital: es la sede del Consejo Federal (el Poder Ejecutivo), del Parlamento bicameral, y de buena parte de las oficinas federales. También concentra las embajadas extranjeras acreditadas ante Suiza, y organiza visitas oficiales de jefes de Estado.

En la práctica, se comporta como una capital. Pero en los textos legales no aparece como tal. La Constitución suiza no menciona ninguna ciudad como capital del país. Tampoco existe una ley que la designe.

La Oficina Federal de Estadística y el propio sitio del gobierno suizo usan el término “ciudad federal” para referirse a Berna. Y aunque muchos organismos internacionales, como Naciones Unidas o la Unión Europea, la identifican como capital “de facto”, Suiza mantiene su ambigüedad institucional.

La razón de fondo es política. El federalismo suizo no solo distribuye competencias, sino que busca evitar cualquier gesto que pueda interpretarse como centralismo. Por eso, el Tribunal Federal (máximo órgano judicial) se encuentra en Lausana. La televisión pública tiene sedes en varias regiones. Y Ginebra, que no aloja ningún poder político suizo, sí concentra decenas de organizaciones internacionales, como la ONU y la Cruz Roja.

Una democracia equilibrada, sin protagonismos

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El casco antiguo de Berna, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

El sistema político suizo no se basa en grandes liderazgos ni en figuras carismáticas. El Consejo Federal, compuesto por siete miembros, toma decisiones colegiadas y no tiene un presidente con poder fuerte. Cada año, uno de ellos ejerce la presidencia rotativa, con funciones más simbólicas que ejecutivas.

Esta estructura horizontal se replica en todo el país. Los cantones conservan un alto grado de autonomía, con sus propios parlamentos, tribunales y constituciones. En algunos casos, como Appenzell o Glaris, aún se realizan asambleas populares al aire libre donde la ciudadanía vota a mano alzada.

La descentralización también se refleja en el sistema fiscal. Los impuestos federales son relativamente bajos y los cantones tienen amplia libertad para fijar tributos y administrar recursos. En 2022, por ejemplo, el gasto público total del país alcanzó los EUR 291.000 millones, de los cuales menos del 30 % correspondió al nivel federal.

La decisión de no establecer una capital oficial refuerza esa lógica. Evita rivalidades entre las principales ciudades —Zúrich, Ginebra, Basilea, Lausana— y contribuye a mantener el equilibrio interno. Nadie se siente excluido del poder, ni hay una ciudad que concentre todos los recursos y la visibilidad política.

Una excepción que funciona

Pocos países tienen una estructura tan descentralizada como Suiza. Menos aún sostienen con tanto éxito un modelo sin capital oficial. En la práctica, la mayoría de los ciudadanos considera a Berna como la capital. Pero la norma es otra.

Esa ambigüedad, lejos de generar caos, ayudó a construir uno de los sistemas más estables del mundo. Según el Democracy Index 2024 de The Economist, Suiza ocupa el tercer lugar global, solo detrás de Noruega e Islandia. Además, lidera los rankings de confianza institucional y transparencia.

En tiempos donde muchos países discuten cómo descentralizar el poder o cómo equilibrar sus sistemas políticos, la experiencia suiza muestra una vía alternativa. Con menos símbolos, menos personalismo y más acuerdos, logró sostener una democracia robusta sin necesidad de designar una capital.

Porque a veces, en política, lo que no se dice también cuenta.

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