Buenos Aires (AT) – Pro Juventute nació en 1912 en Suiza con el respaldo de la Sociedad Suiza de Utilidad Pública (SGG), en un contexto donde la pobreza rural, las enfermedades infecciosas y la alta mortalidad infantil eran parte del paisaje cotidiano. Con un enfoque filantrópico y nacionalista, la fundación se propuso “fortalecer a la juventud suiza” y preservar la salud física y moral de los niños. Su estrategia fue tanto asistencial como cultural: fomentar una infancia saludable y “bien educada” era visto no solo como un acto de ayuda social, sino también como una inversión en el futuro del país.
En 1913, apenas un año después de su creación, la institución lanzó los primeros sellos postales benéficos —una tradición que continúa hasta hoy— cuyos ingresos financiaron programas sociales, clínicas móviles, campañas sanitarias y colonias infantiles. Durante la primera mitad del siglo XX, Pro Juventute se convirtió en un actor clave en el diseño e implementación de políticas públicas destinadas a la infancia, con fuerte presencia en escuelas, hospitales y campañas educativas.

La infancia como territorio del Estado
La influencia de Pro Juventute no se limitó al plano asistencial. Como señala la historiadora suiza Marina Widmer, “la organización reflejaba una visión paternalista y disciplinadora de la infancia, acorde con los valores del Estado-nación suizo de la época”. En ese marco se inscribió uno de los programas más controvertidos de la institución: el proyecto “Kinder der Landstrasse” (Niños del camino rural).
Entre 1926 y 1973, unas 600 niñas y niños pertenecientes a la comunidad yeniche —una minoría nómada de habla alemana, presente históricamente en Suiza, Austria y Alemania— fueron separados de sus familias con el objetivo explícito de asimilarlos a la sociedad “sedentaria y productiva”. La justificación era que el estilo de vida itinerante representaba un peligro para el desarrollo “normal” de los menores. La ejecución del plan incluyó internaciones forzadas en orfanatos, granjas, instituciones psiquiátricas e incluso prisiones juveniles.

El consentimiento del Estado y la complicidad del saber médico
Lo más alarmante de este episodio es que no fue producto de acciones clandestinas o aisladas. El programa fue avalado por las autoridades federales suizas, en un contexto donde predominaban las teorías eugenésicas y las ideas de “higiene racial”. El entonces presidente del Consejo Federal y también figura clave de Pro Juventute, Heinrich Häberlin, defendía la necesidad de “proteger a la nación de elementos improductivos y peligrosos”.
La medicina, la psiquiatría y el trabajo social jugaron un rol activo en la ejecución de esta política. Se realizaron diagnósticos arbitrarios de “retraso mental” o “personalidad antisocial” a menores yeniches como justificación para su internación. Madres y padres, en su mayoría analfabetos o en situación de extrema pobreza, fueron criminalizados y silenciados. Algunas familias nunca volvieron a reunirse.

Revelaciones y escándalo público
El programa se mantuvo en relativa oscuridad hasta que, en 1972, el semanario “Der Schweizerische Beobachter” publicó una serie de artículos basados en documentos internos y testimonios de víctimas. El escándalo fue inmediato. Al año siguiente, el Consejo Federal ordenó el fin del programa y Pro Juventute fue forzada a reconocer públicamente su rol en los hechos.
Durante décadas, sin embargo, las víctimas no recibieron ni reparación económica ni apoyo institucional. Recién en la década del 2000 comenzaron las investigaciones oficiales. En 2013, la entonces consejera federal Simonetta Sommaruga ofreció disculpas públicas en nombre del gobierno suizo: “El Estado no protegió a estos niños, sino que destruyó sus vidas. La Confederación les falló. No podemos deshacer el pasado, pero sí asumir la responsabilidad”.
Ese mismo año se estableció un fondo de compensación con CHF 12 millones (US$ 14,6 millones), destinado a todas las personas afectadas por medidas de coerción administrativa entre 1930 y 1981. A su vez, se creó un archivo nacional sobre la memoria de estas políticas y se impulsaron cambios legales para reforzar las garantías de derechos de niños y minorías.

Reconversión institucional: una nueva Pro Juventute
Lejos de disolverse, Pro Juventute encaró una profunda transformación a partir de la década del ’90. Hoy opera como una organización sin fines de lucro orientada a la promoción de los derechos de niños y adolescentes, y presta servicios gratuitos a cientos de miles de familias en toda Suiza.
Su línea de ayuda telefónica 147, disponible las 24 horas, recibe unas 230.000 consultas al año, la mayoría vinculadas con problemas de salud mental, violencia doméstica, bullying escolar y orientación vocacional. La fundación también desarrolla materiales pedagógicos para escuelas, campañas digitales de prevención del suicidio adolescente y programas específicos para migrantes y refugiados jóvenes.
Según su directora ejecutiva, Katrin Habermacher, “la confianza social en Pro Juventute solo se recuperó gracias a un proceso largo de autocrítica, apertura y adaptación a los valores democráticos actuales. Asumimos nuestras sombras, pero también renovamos nuestro compromiso con los niños”.

Una historia que interpela también a la Argentina
El caso de Pro Juventute resuena en la Argentina, un país con una historia también marcada por políticas estatales de separación familiar, como ocurrió con los pueblos originarios en el siglo XIX o con la apropiación de bebés durante la última dictadura militar.
Pero también interpela a las instituciones que hoy diseñan políticas públicas de infancia: ¿cómo se define el “bienestar infantil”? ¿Quién decide qué estilos de vida son aceptables? ¿Qué controles existen para prevenir abusos de poder en nombre de la protección?
En la actualidad, Argentina cuenta con un marco legal robusto —como la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes— pero los desafíos de implementación, financiamiento y formación profesional son aún enormes. La experiencia suiza ofrece un espejo: incluso las instituciones con buena reputación pueden cometer violaciones graves si no hay mecanismos de transparencia, participación comunitaria y control independiente.
También es una invitación a mantener viva la memoria histórica, no como castigo simbólico, sino como ejercicio de responsabilidad colectiva. Como concluye el sociólogo suizo Hans Fässler: “El problema no es solo lo que se hizo, sino el tiempo que se tardó en decir que estuvo mal”.

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