Buenos Aires (AT) – El 14 de junio de 1985, cinco países de Europa Occidental —Francia, Alemania Occidental, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo— firmaron en la localidad de Schengen, Luxemburgo, un acuerdo que proponía eliminar los controles en sus fronteras comunes. El objetivo era simple y ambicioso: permitir la libre circulación de personas sin interrupciones en las fronteras internas.
El acuerdo, sin embargo, no se tradujo en hechos de inmediato. La eliminación de controles fronterizos exigía más que voluntad política: requería normas comunes, estructuras compartidas de seguridad y cooperación tecnológica. Por eso, el acuerdo recién se volvió operativo en 1995, una década más tarde, con la entrada en vigor de la Convención de Schengen firmada en 1990.
Ese marco jurídico estableció condiciones para integrar el espacio común: controles eficaces en las fronteras externas, coordinación policial y judicial, y un sistema común de información (SIS) para alertas sobre personas buscadas, objetos robados o entradas prohibidas.
A partir de allí, se expandió con rapidez. Grecia se incorporó en 2000, seguida por Dinamarca, Finlandia, Suecia y Noruega en 2001. En 2007 y 2008 se sumaron varios países del este europeo, entre ellos Polonia, Hungría y Eslovenia. En total, el espacio Schengen abarca hoy 29 países: 25 miembros de la Unión Europea más Islandia, Noruega, Suiza y Liechtenstein.
Migración, crisis y seguridad: los límites de la frontera invisible

Desde su nacimiento, el acuerdo Schengen fue visto como un paso central en la construcción europea. Pero también como una fuente permanente de tensiones. En la práctica, la libre circulación convive con el derecho de los Estados a reintroducir controles internos cuando consideran que existe una amenaza a la seguridad o al orden público.
Ese mecanismo fue invocado en distintas ocasiones. Francia lo utilizó en 2011 tras la llegada de miles de migrantes desde Túnez durante la Primavera Árabe. En 2015, los atentados en París, Bruselas y Estocolmo llevaron a varios países a reinstalar controles. Luego, la pandemia de COVID-19 volvió a poner en pausa la libre circulación, con medidas sanitarias en las fronteras.
En 2024, la Unión Europea reformó el Código Schengen. A partir de ahora, los controles fronterizos internos temporales deben ser autorizados por la Comisión Europea y el Consejo de Ministros, y no pueden superar los dos años. Sin embargo, en la práctica, muchos países los restablecen sin seguir ese procedimiento.
Un caso reciente es Alemania. En septiembre de 2024, el gobierno alemán volvió a aplicar controles en varias fronteras internas, citando un aumento en la migración irregular. Pero según datos oficiales, las entradas no autorizadas sumaron unas 200.000 personas en todo el territorio de la Unión Europea ese año, que cuenta con 458 millones de habitantes.
Especialistas como Tania Rapho, del Instituto de Derecho Público de la Universidad Paris-Saclay, advierten que no existen recursos técnicos ni humanos para restablecer controles permanentes en las fronteras internas. Además, alertan sobre el uso político del tema por parte de fuerzas de extrema derecha que agitan el temor al descontrol migratorio como argumento contra Schengen.
La paradoja populista y el futuro del acuerdo
La adhesión de Rumania al espacio Schengen el 1 de enero de 2025, tras 13 años de espera, puso de nuevo en agenda las contradicciones del acuerdo. Si bien su ingreso fue celebrado por millones de rumanos que viven y trabajan en otros países europeos, el discurso nacionalista dentro del país cuestiona el modelo de fronteras abiertas.
Según Jérôme Vignon, asesor del Instituto Jacques Delors, esa paradoja define el momento actual: los mismos partidos que critican a Schengen desde un enfoque identitario o antimigratorio, presionan para entrar y aprovechar sus beneficios. “Los políticos defienden el control de las fronteras, pero valoran que estas no limiten oportunidades laborales o económicas”, señaló.
Esa tensión afecta directamente a la viabilidad del sistema. Cada año, más de un millón de ciudadanos europeos se trasladan a otro país miembro para trabajar. Si el espacio Schengen deja de garantizar esa movilidad, las consecuencias sociales y económicas pueden ser graves.

La Comisión Europea calcula que los beneficios económicos de la libre circulación dentro del área Schengen equivalen a cerca de EUR 110.000 millones por año. Cualquier interrupción permanente generaría un impacto inmediato en el transporte, el turismo, la logística y el comercio interior.
La situación de Irlanda y Chipre también refleja las limitaciones del acuerdo. Irlanda no participa debido a su zona de libre tránsito con el Reino Unido, mientras que Chipre está excluido por problemas de control territorial vinculados a la ocupación turca del norte de la isla.
Un equilibrio inestable
Cuarenta años después de su firma, el Acuerdo de Schengen se mantiene como una de las piezas centrales del proyecto europeo. Su promesa inicial —viajar de Brest a Copenhague sin mostrar el pasaporte— se volvió una realidad cotidiana para cientos de millones de personas. Pero esa normalidad depende de un equilibrio frágil entre seguridad, confianza mutua y voluntad política.
Los desafíos siguen en pie. Las presiones migratorias no desaparecen, las crisis de seguridad se repiten, y el ascenso de partidos hostiles a la integración amenaza con socavar el pacto. A eso se suma un uso político del miedo que recurre a la frontera como símbolo de soberanía más que como herramienta efectiva de control.
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