martes, 29 de abril de 2025

Por Sebastian Schoepp(*)

Buenos Aires / Múnich. Desde la imprenta llegaba el ruido sordo de las máquinas a mi departamento y acompañaba la música de la radio como una caja de ritmos que marcaba un compás lento y errado. La emisora FM Tango ponía “Buenos Aires hora cero”: la hora cero, lo que encajaba muy bien con la situación vital en la que me encontraba ahí. Saqué el último trozo de hielo de la heladera y lo apoyé en el marco de la ventana. Con el calor de enero, las gotas se desprendían una a una de la masa, caían seis pisos más abajo y salpicaban el techo de la imprenta del Argentinisches Tageblatt.

Los cortes de luz eran habituales y una heladera descongelándose era el menor de los problemas. Cuando volvió la luz, tomé el ascensor para bajar a la redacción, que se encontraba en la planta baja. Con un fuerte suspiro metálico, se quedó trabado. Mi vecino y colega Fabián Philipp, que inteligentemente había tomado las escaleras, oyó mis gritos de auxilio, corrió hacia mí, se arrodilló en el suelo, buscó a tientas la palanca del bloqueo y empujó la puerta de rejas de la jaula de hierro forjado. Luego extendió la mano y me sacó de la cabina.

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Habitación con vistas: el paisaje desde la ventana del apartamento situado sobre las oficinas de la editorial AT, en la esquina de Tucumán y 25 de Mayo, Buenos Aires. (Foto: Sebastian Schoepp)

“¡Usted hace el Kohl!”

Yo vivía en la calle Tucumán, esquina con 25 de Mayo, en el antiguo edificio de la editorial del Argentinisches Tageblatt, construido en la década de 1920. Como la mayoría de las casas del centro, había vivido tiempos mejores. Ahora estaba en venta y la mayoría de los departamentos estaban vacíos. Sin embargo, para un pasante sin muchas pretensiones, todavía era un lugar donde quedarse.

Bajé las escaleras con Fabián y juntos entramos en la redacción para empezar nuestro turno. Eso significaba sacar las noticias de la agencia de la máquina de télex, que traqueteaba en una sala aparte, y convertirlas en artículos para el diario. En la otra esquina, Peter Gorlinsky, redactor jefe y venerado como “el viejo”, se sentaba en su pedestal y daba órdenes con voz ronca y tono prusiano. “¡Haga el (Helmut) Kohl!”, me ordenó.

El canciller federal había pronunciado un discurso sobre la reunificación alemana que me pareció ridículo. Pero para las personas que trabajaban en la redacción, la reunificación del país, que décadas atrás las había expulsado y asesinado a sus familias, significaba mucho. A pesar de todo, seguían considerando Alemania su patria espiritual.

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La carta confirmando la pasantía en el Argentinisches Tageblatt firmada por el Dr. Roberto Alemann.

Cuando en noviembre de 1990 partí hacia Buenos Aires para hacer una pasantía en el Argentinisches Tageblatt, solo tenía una vaga idea de en qué me estaba metiendo. No había Internet, no se podía buscar nada en Google. Me fijé en el diario porque, en el Instituto de Periodismo de Múnich, donde estudiaba, me topé con una pila de ejemplares del Tageblatt atados con cinta de embalaje. Hojeé algunos números. ¿Qué era aquello? ¿Un diario alemán en Buenos Aires? Y, evidentemente, no era un diario nazi. Sentí curiosidad, sobre todo porque estaba buscando un tema para mi tesis de máster.

Así que escribí a Buenos Aires y pedí hacer una pasantía. Unas semanas más tarde recibí una respuesta en papel de carta finito como una página de la Biblia. Me daban la bienvenida como voluntario, pero lamentablemente no podían pagarme nada, aunque podía alojarme en el edificio de la editorial. Firmado: Roberto T. Alemann. Volé hasta allá.

En el aeropuerto de Ezeiza me recibió Libertad Alemann, una pariente del editor, y me llevó por una autopista llena de baches hasta el Microcentro. El nombre me sorprendió, porque este distrito, repleto de rascacielos, no parecía precisamente “micro”. No parecía haber normas de tránsito, como la prioridad de la derecha, y en cada cruce se reafirmaba la ley del más fuerte. El calor tropical se me pegaba a la cara como una toalla mojada. Así llegamos a la esquina de Tucumán y 25 de Mayo. Se leía “Arge tinisches Tageblatt”. Los trabajadores estaban ocupados volviendo a fijar la “n” que se había caído.

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Peter Gorlinsky, factótum y redactor jefe durante muchos años de AT, fue maestro de «muchas» generaciones de periodistas. (Foto: Sebastian Schoepp)

Historia contemporánea viva y un departamento sin aire acondicionado

Roberto T. Alemann me recibió en su austera oficina con paneles de madera. El editor tenía esa afabilidad severa y un poco condescendiente que más tarde observaría a menudo en los diplomáticos; irradiaba una autoridad sutil, tranquila y que no admitía contradicciones. El Dr. Roberto, como todos lo llamaban, me llevó a la redacción y me presentó a Peter Gorlinsky, mi nuevo jefe. Tenía más de 80 años y los demás redactores no parecían mucho más jóvenes. Me asignaron una mesa con una máquina de escribir Olivetti mecánica, cuyas teclas eran tan duras que los primeros días me inflamé las uñas al escribir.

El aire acondicionado enfriaba la habitación hasta unos 15 grados, siempre que hubiera luz. Me dieron una credencial y el portero me mostró el departamento, un agujero polvoriento y caluroso, pero al menos con luz natural. La primera noche descubrí que debajo de los armarios vivían cucarachas gigantes.

El Tageblatt, que hacía tiempo que era un semanario (N.de la R.: en el año 1982 el “Tageblatt” pasó de diario a semanario, apareciendo los días sábados), parecía tan decrépito como el edificio en el que se editaba e imprimía. El diario me parecía un batiburrillo de noticias de agencia traducidas de forma torpe y comunicados de asociaciones germanoparlantes. Entre medio había artículos de opinión de Gorlinsky y los Alemann sobre problemas que, como chico alemán de clase acomodada, me eran completamente desconocidos: hiperinflación, crisis económica, rumores de golpe de Estado.

El argot de los inmigrantes se llamaba “Belgrano Deutsch” (“alemán de Belgrano”), por el barrio donde vivían la mayoría de ellos. Aquí, en el Argentinisches Tageblatt, todavía estaba vivo. A la gente le gustaba germanizar palabras españolas, decía “kobrieren” para “cobrar el sueldo”, del español cobrar, o “präpotent” en lugar de “arrogant” y “Protestanten” en lugar de “Demonstranten” para referirse a los manifestantes de una protesta.

La maquetación no cumplía los requisitos mínimos de un diseño moderno, los artículos comenzaban en una página y había que buscar la continuación en la siguiente, entre un montón de noticias y notas breves.

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Un carné de prensa del fin del mundo. (Foto: Sebastian Schoepp)

París, Viena y Varsovia a orillas del río de la Plata

Se trabajaba de lunes a viernes, de tres a seis, y el resto del tiempo podía hacer lo que quisiera, me dijeron. Así que por las mañanas recorría la ciudad de un extremo a otro en los coloridos colectivos con forma de hocico de perro, lo que podía llevar horas. Diez millones de habitantes, eso era algo.

En aquella época, Buenos Aires parecía el escenario de una obra de teatro ya retirada. Los elementos arquitectónicos del Viejo Mundo se fundían acá en algo nuevo y confusamente colorido, que con la ayuda de vientos benévolos —o traicioneros, quién sabe— se había unido para formar un todo. En el centro se alzaban grises torres de oficinas del estilo tosco de los años de Perón junto a ornamentadas casas de la época fundacional, que desprendían un aire parisino o madrileño.

Joyas, cuadros, recuerdos, kitsch, souvenirs y golosinas se amontonaban tras los vidrios manchados de los negocios. Los desgastados conjuntos de cuero de los cafés, las lámparas art déco traídas de Viena, Varsovia o cualquier otro lugar, los gramófonos de San Telmo, las coloridas casitas de madera clavadas con tablas de barco del barrio marinero de Caminito, los ventiladores que giraban constantemente: todo parecía retrógrado, orientado hacia el extranjero. Yo estaba sentado en medio de ese bazar sudamericano y estaba fascinado.

Fin de la primera parte

Para acceder a la segunda parte del texto haga, haga clic aquí.

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Sebastian Schoepp. (Foto: Marc Hoch)

(*) Sebastian Schoepp (1964) es periodista y escritor. En 1990/91 realizó una pasantía en el Argentinisches Tageblatt. Después trabajó durante casi 30 años para el Süddeutsche Zeitung, últimamente en la redacción de política exterior, donde era responsable de España y Latinoamérica. Desde 2021 es escritor independiente. Entre sus publicaciones en la editorial Westend-Verlag (Fráncfort) se encuentran: “Das Ende der Einsamkeit: Was die Welt von Lateinamerika lernen kann” (El fin de la soledad: lo que el mundo puede aprender de Latinoamérica); “Mehr Süden wagen: Oder wie wir Europäer wieder zueinander finden” (Atreverse a ser más sureños: o cómo los europeos podemos volver a encontrarnos); “Seht zu wie ihr zurechtkommt: Abschied von der deutschen Kriegsgeneration” (Mirad cómo se las arreglan: adiós a la generación alemana de la guerra). Acaba de publicar su nuevo libro “Seelenpfade” (Caminos del alma), sobre el senderismo en Alemania como alternativa ecológica a los viajes de larga distancia. Sebastian Schoepp vive cerca de Múnich.

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