Buenos Aires (AT) – En el Musée Picasso de París se exhibieron recientemente obras de Emil Nolde bajo el título “arte degenerado”, una categoría que los nazis usaron para censurar expresiones consideradas contrarias a los ideales del régimen. A primera vista, Nolde parece encajar sin dudas en ese grupo de víctimas. Sus obras fueron retiradas de museos, se le prohibió exponer y su nombre integró la tristemente célebre muestra de 1937 titulada Entartete Kunst (Arte degenerado), organizada por Joseph Goebbels.
Sin embargo, la figura de Nolde no responde al perfil de resistencia silenciosa que se le atribuyó durante décadas. Documentos y estudios académicos recientes revelaron que, lejos de oponerse al régimen nazi, el artista fue uno de sus más entusiastas seguidores. En 1934, se afilió al Partido Nacionalsocialista. Mantuvo posturas antisemitas explícitas y buscó activamente el favor de Hitler y Goebbels, intentando convencerlos de que su obra expresaba el “alma alemana” frente a un supuesto arte judío “degenerado”.
Pese a la censura que sufrió —limitada a la exhibición y venta de sus obras—, Nolde nunca dejó de pintar. De hecho, la serie de acuarelas que presentó como “imágenes no pintadas” creadas en secreto fue producida después de la guerra, cuando ya había comenzado a construir su nueva identidad: la de víctima del nazismo.
Un mito consolidado por la literatura y la política

La falsa imagen de Nolde se volvió aún más fuerte con la publicación de La lección de alemán (Deutschstunde), la novela de Siegfried Lenz que apareció en 1968. El libro, que vendió más de dos millones de ejemplares y fue traducido a más de veinte idiomas, forma parte del programa escolar alemán desde hace décadas.
Ambientada en la posguerra, la historia gira en torno a Siggi, hijo de un oficial de policía nazi encargado de vigilar a un pintor censurado llamado Max Ludwig Nansen. Nansen, personaje claramente inspirado en Nolde, aparece como un mártir artístico que se resiste en silencio al totalitarismo. Su figura contrasta con la del padre de Siggi, un burócrata fanático que sigue órdenes sin cuestionarlas.
La novela nunca menciona directamente al nazismo, pero lo sugiere a través de imágenes claras: agentes con tapados de cuero, prohibiciones artísticas, controles policiales. Esa ambigüedad narrativa permitió que el libro tuviera un fuerte impacto sin incomodar a un público aún en proceso de digerir su pasado. El lector completaba los vacíos desde su propia conciencia histórica.
La lección de alemán funcionó como una herramienta literaria para trabajar el concepto de Vergangenheitsbewältigung, es decir, el esfuerzo colectivo de la sociedad alemana para lidiar con su pasado nazi. El problema es que lo hizo sobre una base errónea: el pintor admirado por el protagonista no era un opositor, sino un simpatizante del régimen que intentó formar parte del aparato cultural nazi.
La figura de Nolde, separada artificialmente de sus convicciones políticas, fue validada incluso por figuras del poder. Sus obras decoraron las oficinas de cancilleres como Helmut Schmidt y Angela Merkel. Exhibiciones en Alemania y en el extranjero reforzaron la narrativa del artista silenciado. Esa versión no empezó a desmoronarse hasta bien entrado el siglo XXI.
La verdad detrás del personaje: entre ficción y manipulación

Dos exposiciones claves marcaron un antes y un después. La primera tuvo lugar en Frankfurt en 2014. La segunda, en 2019, en Berlín. Ambas presentaron documentos, cartas y testimonios que evidencian el vínculo de Nolde con el nazismo. Su antisemitismo no era casual ni circunstancial. Aparece en cartas privadas y ensayos donde defiende una visión racial del arte. Buscó activamente que sus obras fueran aprobadas por el régimen y no dudó en diferenciarse de otros artistas perseguidos, en particular de origen judío.
Su exclusión de la Academia de las Artes y la retirada de sus obras no respondieron a un castigo general, sino a una decisión selectiva que afectó a muchos artistas modernos, incluso a algunos que no eran opositores. Nolde fue víctima de un sistema que él mismo apoyaba, lo que plantea una paradoja compleja y desconcertante.
¿Por qué esa verdad tardó tanto en conocerse? Parte de la explicación está en el propio Nolde. En sus memorias, publicadas tras la guerra, omitió sus simpatías políticas y se presentó como un artista marginado por sus ideas. Esa versión fue útil para una sociedad que necesitaba referentes culturales que representaran la resistencia sin incomodar demasiado.

Otra parte del problema está en la novela de Lenz. La fuerza narrativa del personaje Nansen, tan distinta del verdadero Nolde, terminó por instalar una imagen idealizada. La literatura ayudó a metabolizar un pasado incómodo, pero también contribuyó a distorsionar la historia.
Hoy se sabe que los “cuadros no pintados” fueron parte de una estrategia. Que Nolde nunca rompió con el nazismo. Que buscó integrarse hasta el final. La figura de Nansen funcionó como un espejo de lo que muchos alemanes quisieron ver: un artista puro, víctima del horror, alejado del fanatismo. Pero ese espejo estaba empañado por la ficción.
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