Buenos Aires (AT) – En noviembre de 1918, la monarquía alemana fue derrocada tras el estallido de una revolución que puso fin a la Primera Guerra Mundial y dio origen a la República de Weimar. Sin embargo, la transición fue caótica. El nuevo gobierno, liderado por el Partido Socialdemócrata (SPD), reprimió violentamente levantamientos obreros en Berlín, Múnich, Bremen y otras ciudades durante 1919. La amenaza de una contrarrevolución militar quedó latente.
Con el Tratado de Versalles impuesto por las potencias vencedoras, el Estado alemán fue obligado a reducir su ejército y extraditar oficiales acusados de crímenes de guerra. Estas exigencias generaron un fuerte rechazo entre los sectores militares, en particular entre los Freikorps —milicias paramilitares formadas por excombatientes— que seguían activos en los países bálticos luchando contra el Ejército Rojo. El regreso forzado de estas tropas agravó las tensiones.
El general Walther von Lüttwitz, comandante de las tropas en Berlín, se convirtió en el referente de los sectores más reaccionarios dentro del ejército. Se oponía a la disolución de unidades como la brigada naval de Ehrhardt, instalada en Doberitz. Acusaba al gobierno de ser débil frente al “peligro bolchevique” y comenzó a conspirar abiertamente para derrocarlo. Sumó al plan a otros actores clave: el comandante Erich Ludendorff, el capitán Hermann Ehrhardt y Wolfgang Kapp, un funcionario prusiano ligado a los junkers y al viejo aparato imperial.

El golpe estaba en marcha. El 12 de marzo de 1920, el gobierno, enterado del plan, emitió órdenes de detención contra algunos conspiradores. Sin embargo, no actuó con decisión. En la madrugada del 13 de marzo, la brigada de Ehrhardt avanzó sobre Berlín sin resistencia. Para ese momento, el presidente Friedrich Ebert, el canciller Gustav Bauer y gran parte del gabinete habían huido hacia Dresde, y luego a Stuttgart. El golpe pareció consumado.
El gobierno huye, los trabajadores resisten
En Berlín, los golpistas izaron la bandera imperial y nombraron a Kapp como nuevo canciller. Se declaró el estado de sitio, se suspendió la prensa y se designó a von Lüttwitz como jefe del ejército. La mayor parte de los mandos militares, lejos de oponerse, se alineó con la nueva autoridad. Pero el entusiasmo de los golpistas duró poco.
El mismo 13 de marzo por la mañana, Carl Legien, dirigente histórico de la central sindical socialdemócrata, convocó de urgencia a la comisión general de los sindicatos. Desde allí se lanzó un llamado a huelga general. A pesar de no haber consultado al gobierno, Otto Wels, otro dirigente socialdemócrata que permaneció en la ciudad, imprimió un afiche firmado en nombre de los ministros exiliados, pidiendo unidad contra la contrarrevolución.

Los socialistas independientes, por su parte, sumaron su propio llamado a la huelga, con consignas más radicales: en defensa del socialismo revolucionario y contra la dictadura militar. La dirección comunista, debilitada tras la muerte de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, y con su nuevo líder Paul Levi en prisión, inicialmente se mostró escéptica. La dirección del Partido Comunista (KPD-S) no apoyó el paro en un primer momento, afirmando que las condiciones para una lucha efectiva no estaban dadas.
Pero los trabajadores decidieron actuar. Desde el domingo 14 de marzo, se paralizaron los trenes y servicios esenciales. Berlín se quedó sin agua, gas ni electricidad. Comenzaron los choques entre obreros y tropas golpistas. En Chemnitz, con iniciativa comunista, se conformó un comité de acción con participación de todos los partidos y sindicatos. Se organizó una milicia obrera que tomó la estación ferroviaria, la oficina de correos y la alcaldía.
En otras ciudades, como Dortmund y Leipzig, comenzaron los enfrentamientos. En Leipzig, la represión de una protesta dejó 22 muertos. En el Ruhr, los trabajadores armaron la resistencia contra los Freikorps. En Wilhelmshaven, los marineros se amotinaron y arrestaron a sus oficiales. La parálisis del país fue total.
La caída del golpe y el poder popular efímero

La huelga general fue un éxito. El 15 de marzo, el régimen golpista ya no podía gobernar. No se imprimió un solo cartel oficial. En todo el país se extendían los enfrentamientos, la desobediencia y las ocupaciones. El poder político se desplazaba, aunque de forma desigual, hacia comités obreros que comenzaban a surgir espontáneamente en ciudades como Chemnitz, Frankfurt y Halle.
Presionado por la movilización y sin respaldo militar suficiente, Kapp renunció el 17 de marzo y huyó a Suecia. Von Lüttwitz también escapó. El gobierno legal pudo regresar a Berlín. La huelga fue levantada. Sin embargo, los triunfadores no consolidaron sus avances. El SPD retomó el control institucional y acordó con los mandos militares restituir el orden, sin depurar las fuerzas armadas ni castigar a los responsables del intento golpista.
Pese a su victoria, los trabajadores no lograron imponer reformas estructurales. En varias regiones, como en el Ruhr, se intentó avanzar hacia formas de poder obrero autónomo, pero fueron rápidamente desarticuladas. La respuesta del gobierno fue ambigua: en algunos casos, reprimió con dureza.
Un antecedente olvidado
El golpe de Kapp fue uno de los episodios más relevantes de la posguerra alemana. Mostró que la república era frágil, pero también que el poder obrero podía ser determinante. La huelga general detuvo un intento de restauración autoritaria sin una sola orden del gobierno y sin apoyo militar.
La experiencia dejó enseñanzas. Por un lado, evidenció que los sindicatos y partidos obreros, incluso los más moderados, podían actuar con firmeza si la situación lo exigía. Por otro, reveló las limitaciones del propio movimiento obrero, que pese a su poder de movilización no logró una dirección unificada ni una estrategia política común.
En los años siguientes, Alemania entró en una espiral de inestabilidad, marcada por la inflación, los levantamientos regionales y el avance del nazismo. La memoria de la huelga general de marzo de 1920 fue relegada, aunque en su momento sirvió de ejemplo para muchos sectores de izquierda en Europa.
Hoy, más de un siglo después, ese episodio plantea preguntas sobre el poder de la acción colectiva, la fragilidad de los sistemas democráticos y el papel de las organizaciones populares frente a los intentos de regresión autoritaria.
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